UNA SIESTA EN EL VALLE
Cuando las siestas calurosas en el
valle, se hacían sentir en la cara, con aromas a viñedos y flores de tusca, nos
escabullíamos por entre el borde inquieto de la acequia, rumbo al río de Aguas
Coloradas.
Custodiando nuestras espaldas para
no ser vistos, íbamos corriendo agachados, en fila, llevando en los bolsillos,
las infaltables piedritas para jugar a la payana, casi sin respirar y con el
corazón que nos salía del alma reconociendo la travesura, nos adentrábamos por entre yuyales bajos y tuscales, hasta la
orilla despejada.
Nuestros pies, rozaban el suelo,
más que pisar para no hacer ruido. El crespín llamaba lastimosamente a su
compañera, y nos acompañaba tramo a tramo, sin dejarse ver.
Bajo la sombra de algún chañar
añoso, nos quitábamos las zapatillas, y comenzaba el juego. Cada uno sacaba
como trofeo sus piedritas, sentados en círculo, y el que tenía la pajita más
larga iniciaba la tirada.
Y la siesta era risa.
Siempre había algún pícaro que se
acercaba a la orilla del río y le daba un puntapié al agua, como lluvia estival nos salpicaba, y ese simple motivo
daba lugar a salir corriendo alocados, tratando de tomarlo por los pies y
arrojarlo agua adentro. Lo previsible, todos terminábamos mojados.
La hora pasaba, como pasaban las
mojarritas tratando de tomar una que otra migaja de pan casero, vano intento
nuestro de atraparlas, eran ligeras y
resbaladizas.
Era tiempo de regreso, y como quien
se va, vuelve, de puntitas y en silencio, mezcla de miedo y alegría.
Ingredientes necesarios para una
infancia con muchos soles.
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