Fluyen las palabras como lava del volcán

viernes, 29 de julio de 2016

DÍA DE CAZA






DÍA DE CAZA

Esa mañana Juan se vistió con ropa de caza.
 Después de una noche inquieta, desvelada; de abrir ventanas para que entre el fresco, de mirar la luna y de volver a cerrar nuevamente los postigos, de ir hacia la cocina y prepararse una caliente tisana de aromático tilo, tomó la decisión más importante de su vida: ir de caza para atrapar la presa… y se durmió tranquilo.
El sol despunta en el horizonte, los edificios se asemejan a altas montañas, y el tendido eléctrico con su luminaria, árboles tecnificados. Juan vive en una ciudad.
Se viste repasando muy cuidadosamente los pasos a seguir. Ir de caza no es de todos los días.
Sale a la calle, sus pasos firmes se dirigen hacia la plaza céntrica, lleva el arma guardada en su bolsillo, está seguro que, con un solo tiro matará a su presa.
Allí está ella, despreocupada, no previene cual será su final, no se lo imagina. Inocente víctima de un cazador organizado para tal fin.
Juan se queda parado, mira  la distancia, calcula los metros y los pasos que le faltan para estar mas cerca. Respira profundamente para calmar el temblor que comenzó en su mano. Y se lanza audaz y feroz hacia donde está ella, con el arma entre sus dedos.
Solo alcanzó a levantar la vista cuando el abrazo fue el fin de su soledad. Un beso cerró el grito y Juan le apunta con el arma que la matará… una rosa roja.
Sucumbe el cuerpo de la presa, el corazón partido por el certero tiro del amor afloja sus piernas. Juan la sostiene firme. La adrenalina fluye, ella, está entre sus brazos muriendo  de amor

Juan tomó la decisión más importante de su vida.



UNA SIESTA EN EL VALLE

















UNA SIESTA EN EL VALLE

Cuando las siestas calurosas en el valle, se hacían sentir en la cara, con aromas a viñedos y flores de tusca, nos escabullíamos por entre el borde inquieto de la acequia, rumbo al río de Aguas Coloradas.
Custodiando nuestras espaldas para no ser vistos, íbamos corriendo agachados, en fila, llevando en los bolsillos, las infaltables piedritas para jugar a la payana, casi sin respirar y con el corazón que nos salía del alma reconociendo la travesura, nos adentrábamos  por entre yuyales bajos y tuscales, hasta la orilla despejada.
Nuestros pies, rozaban el suelo, más que pisar para no hacer ruido. El crespín llamaba lastimosamente a su compañera, y nos acompañaba tramo a tramo, sin dejarse ver.
Bajo la sombra de algún chañar añoso, nos quitábamos las zapatillas, y comenzaba el juego. Cada uno sacaba como trofeo sus piedritas, sentados en círculo, y el que tenía la pajita más larga iniciaba la tirada.
Y la siesta era risa.
Siempre había algún pícaro que se acercaba a la orilla del río y le daba un puntapié al agua, como lluvia  estival nos salpicaba, y ese simple motivo daba lugar a salir corriendo alocados, tratando de tomarlo por los pies y arrojarlo agua adentro. Lo previsible, todos terminábamos mojados.
La hora pasaba, como pasaban las mojarritas tratando de tomar una que otra migaja de pan casero, vano intento nuestro de  atraparlas, eran ligeras y resbaladizas.
Era tiempo de regreso, y como quien se va, vuelve, de puntitas y en silencio, mezcla de miedo y alegría.
Ingredientes necesarios para una infancia con muchos soles.