JAZMÍN
Como aferrándose a una juventud que ya había partido, la esperaba todas
las siestas, sentado pacientemente en un silloncito de mimbre marrón claro,
manchado de oscuro en el apoya-manos. En ese lugar donde sus manos arrugadas, se
asían fuertemente, hasta quedar con los nudillos blancos.
Y tenso, esperaba.
Sus ojos cansados y tristes, miraban hacia la calle, el reloj en su
muñeca marcaba la hora, una hora que se presentía, que ya no alcanzaba a
percibir.
Ella era su sol en el ocaso de su vida. Ya la sentía venir, distinguía
sus pasos, su taconear firme y el menear de su cuerpo al pasar. Y el perfume
que inundaba la siesta. Era ese sublime momento, que aparentaba quedar
suspendida en el aire.
Era el instante mágico, en el cual él quería atrapar toda la juventud.
En ese efímero segundo ella, giraba dulcemente su rostro, y brindando una
tierna mirada, lo saludaba alegremente, con una sonrisa franca. Él levantaba su
mano cordial restituyéndole la cortesía.
Eufórico, disfrutaba de ese rostro cantarín. Y de pronto, como si una
juguetona brisa la envolviera, ella desaparecía tras el gran jazmín. Era
suficiente ese tramo para devolverle al anciano la alegría a sus ojos, y sin
que nadie advirtiera, las lágrimas se arremolinaban, y una que otra
incontrolable, se deslizaba por sus mejillas surcadas por el tiempo y soledad
centenaria.
Su secreto. Era su secreto, nadie lo sabía, nadie lo presentía.
Una noche, una luna plateada entró por su ventana...
Como todos los días de la semana, a la siesta, caminaba hacia el lugar
de siempre.
Lo había descubierto un día, en que la amargura se instaló en su
corazón, y se alegró de encontrarlo. Cada día como un rito casi sagrado,
saludaba a aquel abuelo, como agasajando una época pasada. Nadie lo sabía, era
su secreto. Era para ella la bondad reflejada en los grises cabellos, y, en la
mirada añeja, la protección, junto con los consejos no hablados, presentidos
que la acompañaban hasta terminar el día, e iniciar uno nuevo, que ignoraba
como se manifestaría.
Una tarde, como presagiando la ausencia, su andar se tornó tembloroso, y
al llegar hasta la casa, vio con tremendo dolor, que el silloncito de mimbre
marrón claro se encontraba vacío. Sus ojos se ensombrecieron, y el sol como
augurando desgracia, se ocultó tras las nubes.
Siguió luego de la ausencia y el dolor de lo irreparable, el reproche.
Tantas veces le quiso hablar, y tantos fueron los silencios que los
acompañaron. Ya nada quedaba, solamente un silloncito solitario vacío.
Del por qué, se preguntó una y mil veces, pero actualmente era tarde,
nadie respondería ahora.
Una noche una luna la miró diferente.
Y la noche con la luna le presentaron una nueva estrella, que la
observaba y la seguía desde lo alto. Y, enviándole unos guiños cómplices, le
hacía saber que desde allí siempre la escoltaría.
Nadie lo sabía, solamente ellos, unidos entre el cielo y la tierra por
un arcoiris de estrellas.
Y en una siesta calurosa de verano, se atrevió con su tierna mano cortar
un jazmín blanco de la casa del anciano, y lo guardó hasta que, seco ya, perdió
el blanco puro de su color, tornándose marrón claro, como el mimbre del
silloncito vacío.
Todavía está en un estuche de cristal protegiendo un recuerdo querido,
como se custodia tiernamente el respeto y la amistad.