Fluyen las palabras como lava del volcán

sábado, 28 de septiembre de 2013

JUNIO








JUNIO

El invierno llegó en junio, se hizo notar el primer día, cuando una lluvia fina y helada fue mojando el pasto, y los animales en el corral se juntaban para mantener el calor en sus cuerpos.
Nada hizo detener a Juan esa tarde, con paso firme y seguro se fue al pueblo. Miró la hora y entró al café. Se sentó y aguardó, mientras le latía el corazón, como creciente de verano arrastrando piedras de la montaña.
Y ella entró.
Entró como brisa tibia en primavera. Y no salió más de su corazón.
La mañana corrió su velo de nubes en el cerro, y un sol iluminó las paredes atravesando los finos hilos de la cortina blanca. El ruido terminó de despertarlo.
Acostado en la cama, y con los ojos cerrados imaginaba la escena por cada sonido que oía.
La veía cortar el pan lentamente  y ponerlo en el tostador,  luego colocar la yerba en el mate, mientras vigilaba que no hierva el agua en la pava.
Su voz lo trajo a la realidad.
Abrió los ojos y la vio parada entre  el marco de la puerta de su dormitorio. Sus cabellos recogidos, oscuros; y una sonrisa amplia que invitaba a besar los labios que la producían. Sus ojos dulces lo envolvían como papel de celofán.
Se levantó de la cama, fue hacia ella, la abrazó con fuerza, sintió su rostro en su pecho, la acarició suavemente.

Junio, invierno… él tiene la primavera en sus brazos y en el corazón.

PACIENCIA








PACIENCIA

Inesperadamente me veo invadida por la Paciencia. Mis piernas, doble proyección de mi cuerpo, se niegan rotundamente a obedecer mis pensamientos.
Una implosión silenciosa, desgrana en miles de moléculas las ideas reinantes. Chocan entre si dentro de mi mente y en vano puedo ordenarlas.
Paciencia.
Me despego de ausencias y diluyo la última gota que quedaba en el borde de mi párpado izquierdo, en el hueco de mis manos, llenas de agua perfumada.
Frente a mí, el espejo.
Frente al espejo yo.
Frente a frente.
Y en  ese silencio reinante solo lo rompe mi voz. Te extraño.
Espontáneamente la paciencia toma mi mano, y toca la mano del espejo, fría. Sonríe mi reflejo.
Una a una las moléculas de ideas van adquiriendo su forma original. Vuelvo a ser yo misma.
Brillan los ojos duplicados frente a mí, sé que llegarás, convertido en sorpresa, un día de julio, cuando los vientos me peinen con notas húmedas de orillas de ríos.
Paciencia.

LA LUZ






LA LUZ

El pincel coloreó de negro azabache el cielo muy lentamente.
El camino largo, de tierra compacta por días sin lluvia era iluminado tenuemente por una lámpara que distaba de la otra casi 150 metros. Unas casonas viejas de veredas desparejas de ladrillos, eran resguardadas por moreras de gruesos troncos y muchos frutos.
Era noviembre, el calor ya se hacía piel, y como todos los fines de semana, infaltable era la visita a la quinta de los abuelos. Nos separaban de ellos 900 metros por ruta 38, hacia El Portezuelo o, 700 por el camino de tierra.
Ese domingo, volvíamos más tarde, por el camino de tierra, la noche predisponía a la tardanza, y los arrollados típicos de chocolate y nuez de mi abuela checoslovaca fueron motivo más que suficiente.
El cielo, sin luna, negro, con motas brillantes que nos titilaban sin descanso, y nuestras risas, rebotando entre los caserones sospechosamente sin un perro que se lanzara a nuestro encuentro, tratando de silenciar nuestra algarabía, hacían una vuelta juvenil hacia nuestra casa.
Era el contraste con los caserones de la izquierda, un cañaveral, cerco colindante, entre el campo que nunca había sido  trabajado y la calle, del lado derecho de  nuestro retorno.
Fue en un momento indeterminado, cuando el ruido se hizo presente precisamente  de ese lugar. Nos sobresaltamos, colocándonos en guardia para recibir los ladridos de un cuzquito intolerante poniendo  orden a nuestras risas noctámbulas.
Al unísono nos dimos vuelta para enfrentar al perro pero no... la vimos: redonda, casi del tamaño de un melón de miel, brillante, moviéndose al ras del suelo entre el cañaveral, flotando y casi diríamos silenciosa…LA LUZ.
Nuestros corazones comenzaron a galopar, como nuestros pies, mientras mirábamos de reojo esa bola brillante que nos seguía, por no decir perseguía.
Mayor velocidad tomaban nuestras piernas, mayor velocidad tomaba LA LUZ que a las  claras se notaba  quería alcanzarnos.
Distanciaba más de 100 metros para llegar al farol de la esquina, tomados de las manos, como para no separarnos, y entre la oscuridad corríamos acechados con  la misma rapidez por ella.
Un sudor frío nos iba invadiendo  cada vez más profuso, solo faltaban unos metros para que el campo terminara en el caserón de adobe y puertas pesadas, que años atrás había sido abandonado, y ahora invadido por telarañas, doblamos la calle no sabemos cómo, y ella, LA LUZ desapareció, como nosotros, corriendo alocadamente, hasta cruzar la ruta y entrar en nuestra casa.
Relatamos lo sucedido a nuestro padre, que nos miraba serio, y su dictamen  fue  que un  chacarero con linterna nos había hecho una broma.
Por la mañana, fuimos los cuatro al lugar.
Ningún vestigio de pasto pisado, de caña rota.
Ninguna marca o evidencia de presencia humana en el lugar en que había aparecido LA LUZ.
Volvimos, taciturno mi padre, asustados nosotros aún.
En las semanas subsiguientes, para llegar a la quinta de mis abuelos lo hacíamos por la ruta 38.
Había llegado a nuestros oídos, que solía aparecer en noches azabaches, sin luna y con motas brillantes que titilaban,  la Luz Mala  en ese campo que nunca fue arado, ni sembrado, con la casona centenaria  abandonada haciendo esquina.

JUGANDO CON EÑE






JUGANDO CON EÑE

Me desperté un invierno de mañana helada, el agua como cristal de bohemia había formado un sinfín de gotas transparentes, estáticas. La cabaña presentaba unos colores añil, cuando los rayos partían oblicuos desde el cielo. Los leños encendidos  entibiaban el ambiente. Niñez  entrañable vino a mi memoria, cuando las llamas agrandaron su tamaño y me vi con mi ñata pequeña, empañando el vidrio de la ventana, los cañaverales  acompañándose en suave vaivén cuando daba su contraseña la brisa inquieta. Aroma a buñuelo circuló por el aire, la pañoleta de mi madre rodeaba su rostro trigueño, y sus manos, añosas, colocaban dentro de una bruñida fuente, dorados esponjosos bollitos sabor a vainilla. Un puñado de moras se maceraba en añejo licor, aliño para tamaña dulzura. Como olvidado, el ñandutí descansaba en el respaldo, entre algunos hilos enmarañados, cintas y cobijando a una muñequita de trapo de trenzas de lana amarilla. A lo lejos  veía a Manuela, esa yegua  mañosa quinceañera, de crines largos, pedigüeña cuando nos veía caminar entre los viñedos  y racimo de negras uvas en las manos, a un guiño salía al trote, saltando bajos peñascos  y relinchando como la mejor. El ñandubay nos daba su sombra en tardes acuñadas de alegrías y de pronto un canto de ruiseñor me trajo a la realidad.
Atrás había quedado la niñez, las piñatas, moños y leña. El bañado, su castaño, y la cigüeña. Los ñoquis domingueros, cumpleaños felices, garrapiñadas…

La guadaña escondida tras las sombras, mientras yo, con una copa de coñac engaño su hora.

EL SILLÓN





EL SILLÓN

Sin esperar respuestas, la ausencia se acomoda en el sillón verde musgo. Silencio acuna nostalgias y cerrado el ventanal, la salida es una aventura cuasi imposible.
El abrazo, tímido, se guardó entre las sábanas, el beso bajo almohadas con aromas a tilo. Las paredes impregnadas de pasiones nocturnas,  chorrean lastimosamente  minutos pasados.
Mis ojos buscan  lo que mi mente sabe, no está.
Sube peldaño a peldaño la ansiedad, ácida  corrosiva. Llega hasta mi mejilla y me cachetea para que entre en razón. Cuando siento el golpe,  que deja ardiendo mi piel, corro hasta el pasillo de la vida, esperando encontrar la llave  que destrabe la puerta.
Imposible.
Imposible?
Miro el sillón verde musgo.
Vacío.
Tu amor es la lejana esperanza de sacudir  las sábanas y levantar la almohada. De lavar las paredes,  de encontrar la llave.
Desamor hoy toma la mano, negar la verdad, por cobardía, o conveniencia.
Vivir entre la espera insustancial sin avanzar, y quedarse con un gris obsoleto.
O mentir, mentirse, mentirme.
O negar, negarse, negarme.
El sillón verde musgo se ve cómodo.
La lástima amontonada en un rincón, aguarda ser barrida.
Lenta, muy lentamente la verdad me dice la verdad.
Miro el sillón verde, acomodada la ausencia descansa.
Cierro los ojos.

Me miento lo que ya se, surge  una sonrisa mal pintada, brillan mis ojos, lágrimas ocultas.

EL TIEMPO PASA INADVERTIDAMENTE






EL TIEMPO PASA INADVERTIDAMENTE.


El negocio de antigüedades últimamente no andaba bien, pensaba el comerciante. Si pudiera vender algo sería un milagro. Las deudas se iban amontonando, y habían días en que no entraba gente ni para preguntar algo.
La cosa había cambiado desde que le trajeron ese reloj a cuerda tan antiguo con dos campanitas que sonaban, como viejas chicharras, cada vez que le subían el dorado botoncito de bronce, ubicado justo en medio de las dos bronceadas campanillas. La gente comentaba que estaba embrujado, y hasta quién decía que traía desgracia, para quién lo poseía.
Él era de no creer en esas cosas, habladurías, digamos, pero que las cosas cambiaron, cambiaron, había que reconocerlo... desde que llegó a su negocio.
Si lo pudiera vender... Se decía una y otra vez. Pero todo era inútil, seguía ahí expuesto en la gran vidriera que tenía el negocio.

Eran las 6,30 de la mañana y un grito aterrador invadió el espacio, todos los que lo oyeron se sobresaltaron, absolutamente todos. Rápidamente se vio como algunos abrían sus ventanas, y los más osados salieron a la calle para comentar qué habría sucedido. Los que ya estaban afuera vieron pasar corriendo a una anciana. Solamente a una anciana. Que encorvada, de largos y grises cabellos y como podía, corría alocadamente calle abajo.
Nadie la conocía. No sabían quién era. Pero todos pensaron por un minuto lo mismo, ¿dónde iría esa pobre viejecita tan alterada, a esas horas de la madrugada?

Hacía mucho tiempo que no se despertaba antes de oír ese sonido insoportable, el de esa chicharra maldita que le avisaba que ya eran las 6,30 de la mañana. Esta vez le ganó al tiempo, y a la chicharra de ese reloj antiguo que había comprado hacía casi un mes. Con regocijo bajó el dorado botoncito- esta vez no sonaría- solamente se sentía el tic tac, pausado
de ese mecanismo que marcaba el tiempo. Su tiempo y el de los demás. Tic tac.
Hoy se quedaría unos minutos más disfrutando del calor de las suaves sábanas. Tic tac, tic tac se detuvo de contar cuando sintió el ladrido alegre del perro de la vecina. Lo hacía todas las mañanas, cada vez que lo soltaba a la calle, él sí que saludaba al nuevo día. Empezó a contar de nuevo tic tac, tic tac, uno, dos, tres, y siguieron los números, siguió el tiempo pasando.


Se abrió la puerta del negocio de antigüedades, y vio entrar a una joven. Una clienta, suspiró el anticuario. Espero tener suerte hoy, pensó. Con la mejor sonrisa saludó a la joven, y cuando sintió las palabras de ella, no lo podía creer. ¡Preguntaba por el reloj de bronce! Ella había visto en la vidriera el reloj antiguo y le parecía adecuado para su dormitorio, junto al velador de bronce, sobre la mesita de roble, con un hermoso mármol azul celeste, heredado de su abuela. Cuando preguntó el precio no le pareció muy costoso. El anticuario respiró aliviado, una venta, después de tanto tiempo... y esa venta era el reloj.
Al fin alguien se llevaba el reloj.

Realmente no sabían que había pasado. Ese grito desgarrador había quedado flotando en el aire y en los oídos de todos los vecinos. Un perro que justo en ese momento estaba ladrando en la calle, se metió corriendo dentro de la casa, temblaba asustado, con los pelos del lomo erizados.
Por la mañana los vecinos que se reunían comentaban asombrados y a la vez atemorizados, y  recordaban la historia había pasado nuevamente, ¿sería posible que otra vez?...
Un viento frío comenzó a soplar y los vecinos regresaron a sus casas murmurando por lo bajo... otra vez.... ¿otra vez había sucedido lo mismo?

Dejó de contar el tic tac, prendió la luz del velador de bronce, sintió un frío en el aire, era raro, estaban en pleno verano. Se levantó, creía que ya fue suficiente el tiempo que había permanecido de más en la cama, apoyó sus pies en la alfombra y sintió sus piernas cansadas y muy pesadas. Qué raro, no había ido al gimnasio el día anterior.
En la tenue iluminación de su habitación, comenzó a peinar sus negros cabellos, cortados en un perfecto carré. No terminaba de pasar el peine por ellos, era como si le llegasen hasta el suelo. Quiso mirarse en el espejo grande que tenía en el otro extremo, debió apoyarse en el bastón, recuerdo de su abuela; su espalda no quería enderezarse.
Se paró como pudo frente al espejo, encendió el velador grande y en el espejo vio reflejada la imagen de una anciana, sus largos cabellos grises, brillaban bajo la luz de la lámpara, de espalda encorvada, vestía con su mismo camisón de seda rosa.
Un grito desgarrador salió de su garganta y el de la imagen de la anciana. Abrió la puerta de calle y salió corriendo.
Era una pesadilla.



Desde que vendió ese reloj antiguo las cosas cambiaron. Habían pasado varios años, las ventas en ese tiempo aumentaron y el negocio prosperó muchísimo. Se había convertido en el local más prestigioso. El dueño de las antigüedades se preguntaba una y otra vez si podría ser cierto que ese objeto, habría estado embrujado o no. Era para pensar, pero por suerte esa joven se lo llevó. ¿Qué habría sido de ella? ¿Le habría ocurrido algo? La verdad no le importaba, ya había pasado muchísimo tiempo; ¿cuánto? No lo recordaba, pero era mucho. Ahora se vendía bien, mejor que antes.

Se abrió la puerta del negocio y entró una viejecita de cabellos grises y espalda curvada como luna en cuarto menguante, caminaba pausadamente, apoyada en un bastón. En la mano libre traía algo envuelto en papel, lo desenvolvió y ofreció al anticuario, que con asombro, vio que era el mismo reloj antiguo que había llevado tiempo atrás la joven. Con mirada suplicante la anciana se lo quería vender a bajo precio. Hasta dejarlo sin recibir nada a cambio. No lo quería más. El anticuario titubeó, no sabía qué hacer. Vio el rostro de la anciana, y al levantar la vista vio su propio rostro reflejado en el espejo; y tomó la decisión.


Fue pasando de generación en generación, el pueblo sabía del maleficio, lo comentaba en voz baja. No querían hablar de él.
Cuentan que muchísimo tiempo atrás había aparecido un anciano que traía un antiguo reloj con botón de dorado bronce, y quién lo bajara para no sentir las campanillas, el tiempo le pasaría inadvertidamente en su cuerpo, y tan rápido que cada tic tac, serían meses, años quizás... transcurridos envejeciendo sin notarlo, sin darse cuenta de ello. A él se lo había entregado unas gitanas, como pago de un trabajo. Y después que se cumplió el maleficio fue a la tienda de gitanos buscando una respuesta a tanto suplicio. Ellas le explicaron la verdadera historia de aquel misterioso reloj. Nadie sabía cuándo llegaría el final de ese maleficio, solamente las gitanas y él.
Estaba escrito en algún lugar.

En la oficina estaban preocupados, nada se sabía de la joven recepcionista, una mujer muy bonita de rostro redondo, enmarcado por negros cabellos cortados en un perfecto carré.
Siempre había sido muy puntual para sus tareas, pero de un día a otro, y sin avisar, no había vuelto más.
Los días pasaban y a los empleados les llamaba la atención, la presencia de una anciana que caminando lentamente apoyada en un bastón, cada mañana se paraba frente a la puerta y los miraba tristemente. Veían en esos ojos, un brillo especial, conocido, mientras unas lágrimas le corrían a la anciana, por sus arrugadas mejillas.
Era muy parecida a la joven recepcionista. Algunos se arriesgaban a decir, que quizás era algún pariente, hasta quien comento que sería la abuela de la joven tal vez. Pero ella nunca entró en la oficina, y nadie se atrevió a preguntarle nada a ella.

La vidriera del negocio de antigüedades exhibía un reloj antiguo con un botón de dorado bronce y dos campanitas.
El joven matrimonio pensó que era justamente lo que estaban buscando desde hacía tiempo, para colocarlo sobre la lustrosa madera de su hogar. Ya se imaginaban como brillaría, cuando en las frías noches de invierno encendieran el fuego. Sería delicioso sentir el tic tac, más el crepitar de los leños quemándose.
Abrieron la puerta y entraron, el anticuario, un viejecito amable, los atendió, pero ante el pedido de esa antigüedad, el viejo reloj, oyeron asombrados que no estaba en venta.
Salieron desilusionados, no lo podían compra y no entendían el porqué de la negación.
Una sonrisa apareció en el rostro cansado del anciano. Detrás de la cortina meciéndose en un sillón, una anciana de espalda curvada como luna en cuarto menguante, sonrió también, agradecida, recién había llegado de su rutina diaria, ir caminando hacia la oficina donde había trabajado y mirar a los empleados, los que habían sido sus compañeros.
Pronto morirían, pensaban los dos ancianos, estaba escrito, y junto a ellos, dejarían el testamento de que nadie podía quedarse con aquel reloj. Y lo que sí tendrían que hacer era enterrar el reloj antiguo de botón de dorado bronce, y dos campanitas, junto a sus cuerpos. Sería el final del maleficio.

El final que estaba escrito dentro de las dos campanitas del antiguo reloj.