JUGANDO CON EÑE
Me desperté un invierno de mañana helada, el agua
como cristal de bohemia había formado un sinfín de gotas transparentes,
estáticas. La cabaña presentaba unos colores añil, cuando los rayos partían
oblicuos desde el cielo. Los leños encendidos
entibiaban el ambiente. Niñez
entrañable vino a mi memoria, cuando las llamas agrandaron su tamaño y
me vi con mi ñata pequeña, empañando el vidrio de la ventana, los
cañaverales acompañándose en suave vaivén
cuando daba su contraseña la brisa inquieta. Aroma a buñuelo circuló por el
aire, la pañoleta de mi madre rodeaba su rostro trigueño, y sus manos, añosas,
colocaban dentro de una bruñida fuente, dorados esponjosos bollitos sabor a
vainilla. Un puñado de moras se maceraba en añejo licor, aliño para tamaña
dulzura. Como olvidado, el ñandutí descansaba en el respaldo, entre algunos
hilos enmarañados, cintas y cobijando a una muñequita de trapo de trenzas de
lana amarilla. A lo lejos veía a
Manuela, esa yegua mañosa quinceañera,
de crines largos, pedigüeña cuando nos veía caminar entre los viñedos y racimo de negras uvas en las manos, a un
guiño salía al trote, saltando bajos peñascos
y relinchando como la mejor. El ñandubay nos daba su sombra en tardes
acuñadas de alegrías y de pronto un canto de ruiseñor me trajo a la realidad.
Atrás había quedado la niñez, las piñatas, moños y
leña. El bañado, su castaño, y la cigüeña. Los ñoquis domingueros, cumpleaños
felices, garrapiñadas…
La guadaña escondida tras las sombras, mientras yo,
con una copa de coñac engaño su hora.
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