Fluyen las palabras como lava del volcán

sábado, 28 de septiembre de 2013

LA LUZ






LA LUZ

El pincel coloreó de negro azabache el cielo muy lentamente.
El camino largo, de tierra compacta por días sin lluvia era iluminado tenuemente por una lámpara que distaba de la otra casi 150 metros. Unas casonas viejas de veredas desparejas de ladrillos, eran resguardadas por moreras de gruesos troncos y muchos frutos.
Era noviembre, el calor ya se hacía piel, y como todos los fines de semana, infaltable era la visita a la quinta de los abuelos. Nos separaban de ellos 900 metros por ruta 38, hacia El Portezuelo o, 700 por el camino de tierra.
Ese domingo, volvíamos más tarde, por el camino de tierra, la noche predisponía a la tardanza, y los arrollados típicos de chocolate y nuez de mi abuela checoslovaca fueron motivo más que suficiente.
El cielo, sin luna, negro, con motas brillantes que nos titilaban sin descanso, y nuestras risas, rebotando entre los caserones sospechosamente sin un perro que se lanzara a nuestro encuentro, tratando de silenciar nuestra algarabía, hacían una vuelta juvenil hacia nuestra casa.
Era el contraste con los caserones de la izquierda, un cañaveral, cerco colindante, entre el campo que nunca había sido  trabajado y la calle, del lado derecho de  nuestro retorno.
Fue en un momento indeterminado, cuando el ruido se hizo presente precisamente  de ese lugar. Nos sobresaltamos, colocándonos en guardia para recibir los ladridos de un cuzquito intolerante poniendo  orden a nuestras risas noctámbulas.
Al unísono nos dimos vuelta para enfrentar al perro pero no... la vimos: redonda, casi del tamaño de un melón de miel, brillante, moviéndose al ras del suelo entre el cañaveral, flotando y casi diríamos silenciosa…LA LUZ.
Nuestros corazones comenzaron a galopar, como nuestros pies, mientras mirábamos de reojo esa bola brillante que nos seguía, por no decir perseguía.
Mayor velocidad tomaban nuestras piernas, mayor velocidad tomaba LA LUZ que a las  claras se notaba  quería alcanzarnos.
Distanciaba más de 100 metros para llegar al farol de la esquina, tomados de las manos, como para no separarnos, y entre la oscuridad corríamos acechados con  la misma rapidez por ella.
Un sudor frío nos iba invadiendo  cada vez más profuso, solo faltaban unos metros para que el campo terminara en el caserón de adobe y puertas pesadas, que años atrás había sido abandonado, y ahora invadido por telarañas, doblamos la calle no sabemos cómo, y ella, LA LUZ desapareció, como nosotros, corriendo alocadamente, hasta cruzar la ruta y entrar en nuestra casa.
Relatamos lo sucedido a nuestro padre, que nos miraba serio, y su dictamen  fue  que un  chacarero con linterna nos había hecho una broma.
Por la mañana, fuimos los cuatro al lugar.
Ningún vestigio de pasto pisado, de caña rota.
Ninguna marca o evidencia de presencia humana en el lugar en que había aparecido LA LUZ.
Volvimos, taciturno mi padre, asustados nosotros aún.
En las semanas subsiguientes, para llegar a la quinta de mis abuelos lo hacíamos por la ruta 38.
Había llegado a nuestros oídos, que solía aparecer en noches azabaches, sin luna y con motas brillantes que titilaban,  la Luz Mala  en ese campo que nunca fue arado, ni sembrado, con la casona centenaria  abandonada haciendo esquina.

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