Fluyen las palabras como lava del volcán

jueves, 15 de agosto de 2013

CINCO DE LA TARDE





CINCO DE LA TARDE


Son las cinco de la tarde, Irene, sentada en el banco alto de la cocina, revuelve con la cuchara de madera muy lentamente el dulce de leche y el chocolate amargo derretido, colocados en un bol enlozado amarillo claro. Los aromas amables se confunden en el ambiente, suena muy por lo bajo una canción, ella la repite como hipnotizada.
Son las cinco de la tarde, se oye el sonido lejano de un auto que se acerca, frena con un silbido similar a una larga repetición de íes. Irene deja todo lo que tiene en sus manos y corre apresurada en puntas de pie hacia la ventana. Solo tiene unos pocos segundos para verlo.
Baja del auto, guardapolvo corto blanco, en su mano el maletín negro, sobresale de un bolsillo, como al descuido, el estetoscopio, paso ligero, su mirada sigue los mosaicos grises, algunos rotos de la vereda, abre el portón de madera, toca el timbre. Se abre la puerta, entra.
Irene no ha perdido un solo movimiento, sus ojos no pestañearon ni un instante desde el mágico momento en que el auto estacionó frente a su casa.
¿Cuántas cinco de la tarde habrán pasado desde entonces?
Nunca las contó.
Son las cinco de la tarde, una ambulancia blanca con vidrios esmerilados y una cruz azul para frente a su casa. María llora, mientras dos señores vestidos de riguroso mameluco gris, llevan uno en cada extremo de la camilla el cuerpo de Fermín tapado con una gruesa frazada de lanilla marrón.
Son las cinco de la tarde, Irene mira por la ventana. Cinco y diez, cinco y media. Seis de la tarde.
Irene espera en vano. Ya no viene el auto ni baja de él nadie con guardapolvo blanco, maletín negro y paso ligero.

Fermín falleció. 

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