CINCO DE LA TARDE
Son las cinco de la tarde, Irene,
sentada en el banco alto de la cocina, revuelve con la cuchara de madera muy
lentamente el dulce de leche y el chocolate amargo derretido, colocados en un
bol enlozado amarillo claro. Los aromas amables se confunden en el ambiente,
suena muy por lo bajo una canción, ella la repite como hipnotizada.
Son las cinco de la tarde, se oye
el sonido lejano de un auto que se acerca, frena con un silbido similar a una
larga repetición de íes. Irene deja todo lo que tiene en sus manos y corre
apresurada en puntas de pie hacia la ventana. Solo tiene unos pocos segundos
para verlo.
Baja del auto, guardapolvo corto
blanco, en su mano el maletín negro, sobresale de un bolsillo, como al descuido,
el estetoscopio, paso ligero, su mirada sigue los mosaicos grises, algunos
rotos de la vereda, abre el portón de madera, toca el timbre. Se abre la
puerta, entra.
Irene no ha perdido un solo
movimiento, sus ojos no pestañearon ni un instante desde el mágico momento en
que el auto estacionó frente a su casa.
¿Cuántas cinco de la tarde habrán
pasado desde entonces?
Nunca las contó.
Son las cinco de la tarde, una
ambulancia blanca con vidrios esmerilados y una cruz azul para frente a su
casa. María llora, mientras dos señores vestidos de riguroso mameluco gris,
llevan uno en cada extremo de la camilla el cuerpo de Fermín tapado con una
gruesa frazada de lanilla marrón.
Son las cinco de la tarde, Irene
mira por la ventana. Cinco y diez, cinco y media. Seis de la tarde.
Irene espera en vano. Ya no viene
el auto ni baja de él nadie con guardapolvo blanco, maletín negro y paso
ligero.
Fermín falleció.
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